“¿Por qué hay gente que llora al escuchar una sinfonía o al ver una obra de arte?”, se preguntaba Michael O’ Brien, un escritor irlandés contemporáneo.
Podemos preguntarnos lo mismo respecto de la obra de Beethoven en particular. ¿Qué es lo que le pasa a uno al escuchar una de sus obras? ¿Por qué uno termina conmocionado y agitado luego de escucharlas? ¿Cómo se puede explicar tal sentimiento ante esta potente música? ¿Ante la sonata Claro de luna o ante el primer movimiento de la Sexta Sinfonía? ¿O el segundo movimiento de la Séptima? ¿O el tan reproducido Himno a la Alegría? Se podría seguir esta lista interminable, pero no es necesario para entender que dentro de la vastísima obra de Beethoven existen ciertas piezas célebres, y no tan célebres, que dejan lleno de estupor el corazón. Esta música, que ha sido banalizada y repetida hasta el hartazgo, lleva en sí misma, sin embargo, una fuerza, una potencia y una sensibilidad ante el problema humano como ninguna otra.
La profunda tristeza, la nostalgia y el deseo de algo más grande dentro de ella –que sólo aflora cuando se intuye la contextura profunda de la realidad– se expresan, por ejemplo, en el primer movimiento de la sonata Claro de Luna y en el segundo movimiento de la Séptima Sinfonía, y contrastan impresionantemente con la vigorosa y triunfante afirmación de la positividad de la vida, marcada en el primer movimiento de la Sexta Sinfonía o, lo que es más evidente, en el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía. ¿Cómo puede suceder esto?
Podemos preguntarnos lo mismo respecto de la obra de Beethoven en particular. ¿Qué es lo que le pasa a uno al escuchar una de sus obras? ¿Por qué uno termina conmocionado y agitado luego de escucharlas? ¿Cómo se puede explicar tal sentimiento ante esta potente música? ¿Ante la sonata Claro de luna o ante el primer movimiento de la Sexta Sinfonía? ¿O el segundo movimiento de la Séptima? ¿O el tan reproducido Himno a la Alegría? Se podría seguir esta lista interminable, pero no es necesario para entender que dentro de la vastísima obra de Beethoven existen ciertas piezas célebres, y no tan célebres, que dejan lleno de estupor el corazón. Esta música, que ha sido banalizada y repetida hasta el hartazgo, lleva en sí misma, sin embargo, una fuerza, una potencia y una sensibilidad ante el problema humano como ninguna otra.
La profunda tristeza, la nostalgia y el deseo de algo más grande dentro de ella –que sólo aflora cuando se intuye la contextura profunda de la realidad– se expresan, por ejemplo, en el primer movimiento de la sonata Claro de Luna y en el segundo movimiento de la Séptima Sinfonía, y contrastan impresionantemente con la vigorosa y triunfante afirmación de la positividad de la vida, marcada en el primer movimiento de la Sexta Sinfonía o, lo que es más evidente, en el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía. ¿Cómo puede suceder esto?
Primer movimiento de la sonata Claro de luna (Sonata para piano nº14, op.27 nº2, interpretada por Wilhelm Kempff). Una profunda melancolía, una tristeza difícil de explicar, que, sin embargo, lleva adentro otro sentimiento, una necesidad, un deseo. En cada instante del movimiento, el deseo nos desgarra por dentro. ¿Por qué ante una simple pieza, ejecutada con maestría, sentimos que en nuestro interior se abre un abismo de nostalgia? Nostalgia. ¿Nostalgia de que? De Algo que no podemos definir, ni tocar y que, no obstante, deseamos poseer y palpar con nuestras manos. Cada nota nos recuerda nuestro deseo de Esto y, a la vez, nos demuestra cómo se nos escurre entre nuestras manos, en el momento que pasa. Sin embargo, seguimos añorando. Esta pieza nos lo recuerda (Beethoven la compuso para una enamorada), y el lento compás de las notas nos lleva a la conciencia de que, en el fondo, deseamos algo inaferrable.
¿Cómo aquel dolor inmenso, aquella herida de tristeza pueden convivir con una alegría vivaz, con el sentimiento que hace ver que, pase lo que pase, la vida siempre termina siendo obstinadamente positiva? No obstante, cuando uno escucha a Beethoven, no pareciera que esto fuera una contradicción válida. Lo que hay no es un choque entre estos sentimientos, sino más bien una fusión. Cada movimiento, cada tema de cada movimiento, cada minúsculo fragmento destila una sincera humanidad que no deja nada afuera de sí. Una humanidad en la que todo es tenido en cuenta. Por eso, cada sinfonía de Beethoven da la impresión de ser una lucha interna en él mismo, un lugar donde todo, absolutamente todo, se pone en juego (como si cada segundo de la sinfonía valiera para la eternidad), una extensión más del alma del artista. Un alma en la que esta tristeza ante la realidad –vista, como dijimos, en su profundidad– se une en la contemplación de una vida cuyo sentido es inobjetablemente positivo.
No existe en ningún momento un triunfo total de esa tristeza, que asoma continuamente. La vida –es decir, el sentido de la vida– termina afirmándose siempre (pensemos en el final de la Novena Sinfonía, por ejemplo, en el que toda la realidad termina unida en un canto a la Alegría). Sin embargo, la tristeza nunca deja de ser verdadera, y refleja cómo absolutamente nada de lo que existe puede satisfacer al hombre de forma auténtica. Pocos fragmentos de la historia de la música reflejan esta herida en el ser humano, y esta conciencia de la insatisfacción de las cosas, como el segundo movimiento de la Séptima Sinfonía. Ahí está condensado todo lo que, en el fondo, el hombre es. Tanto en ésta como en el Himno de la Alegría puede verse la estatura humana de cada uno de nosotros: en el primer caso, la forma más sincera de relacionarnos con la realidad y, en el segundo, la meta para la cual estamos hechos.
Volvemos a la pregunta inicial: ¿por qué, entonces, hay gente que llora ante una obra de arte o, en este caso, ante una sinfonía de Beethoven? Cuando esto sucede, cuando nos mueve el estupor ante algo bello, ¿qué es lo que pasa en nuestro interior? No hay nadie mejor para expresar nuestro ser, para sacar a flote todo lo que somos y lo que sentimos, que el auténtico Genio. Beethoven es uno de estos genios, y su obra refleja todo lo que somos en el fondo. Sólo hay que ser fieles a esto y, por fortuna, existen estas obras para recordárnoslo. Que nos conmovamos ante ellas es un signo evidente de que estamos en sintonía, que la Tristeza y la Positividad que transmiten no nos son indiferentes.
Sólo conscientes de la profunda consistencia de la realidad (conciencia que Beethoven poseía), podemos vivir continuamente conmovidos. Conmovidos no sólo por una obra de arte, sino por la vida. Ésta es la verdadera forma de vivir, ésta es la forma de vida que se refleja en el Himno a la Alegría o en el Claro de luna o en la Pastoral. Una vida en la que las cosas se toman en serio, y en la que ninguno de nuestros sentimientos están censurados, sino que todo está a flor de piel. Una vida en la que la humanidad está abierta de par en par.
Nicolás P.
2 comentarios:
Nos conmovemos ante lo siempre vigente, lo atemporal, ante la expresión de los sentimientos que rigen nuestras vidas... pero sólo si estamos dispuestos a vivirlos con veracidad, compromiso y profundamente.
Gracias por un texto tan emotivo y cargado de sentido.
Simplemente quiero decir que me gustó mucho el texto.
La música es tan poderosa.
Lo que hace que uno llore manifestándolo expresamente es la alegría o la tristeza, según fuere el estado de ánimo del oyente.
El espíritu también se puede manifestar internamente, se siente un escalofrío en la espalda y luego se expande llenándolo a uno de dicha, o bien si no, parte desde otro lugar específico del cuerpo e irriga como la sangre hasta la punta de los dedos llenándonos de felicidad vital.
Saludos.
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