POETRIA MINOR

O "Los Poetas Menores" de El Capaneo:
un hermano menor, pero ruidoso e inquieto,
que quiere salir a jugar...


Abrimos esta sección de poetas jóvenes y desconocidos (algunos, aun para sí mismos), que decidió retoñar de las entrañas del gigante CAPANEO, alimentándose de su POETRIA MAIOR.

Poetria, para que puedan darse cita los ejercicios de creación y traducción poética de los amigos.

"Minor", como un gesto de reverencia conmovida que hacemos hacia los grandes poetas (porque reconocemos la grandeza), pero no menor en dignidad, porque surge del mismo palpitar humano del corazón.

Un seminarium, un "semillero": una escuela de poetas y traductores...
Para cuidar a los hermanos menores.


Revista Universitaria El Capaneo




Navidad 2009: "Aquella nostalgia por el Infinito"

La Ternura de Dios por el hombre
Hay una frase de Dostoievski que me está acompañando en estos meses, a la hora de hablar del cristianismo a personas muy diferentes, tanto en Italia como en el extranjero: «Un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, creer verdaderamente, en la divinidad de Jesucristo, el Hijo de Dios?». Esta pregunta es un reto para cada uno de nosotros. De cómo se responda a ella depende el éxito de la fe en nuestros días. En un discurso de 1996, el entonces cardenal Ratzinger respondía que la fe seguirá siendo válida hoy «porque se corresponde con la naturaleza del hombre. En el hombre hay un anhelo y una nostalgia inextinguibles de lo infinito». Y además indicaba la condición necesaria: para poner de manifiesto todo el alcance de su pretensión, el cristianismo necesita encontrar la humanidad que late en cada uno de nosotros.
Y, sin embargo, cuántas veces sentimos la tentación de mirar nuestra humanidad concreta – por ejemplo, nuestro malestar, insatisfacción, tristeza, o aburrimiento – como un obstáculo, como una complicación y un estorbo para la realización de lo que deseamos. Por ello, nos enfadamos con nosotros mismos y con la realidad, y el peso de las circunstancias nos abruma, mientras tratamos de avanzar dejando de lado ciertos “aspectos” de nuestro yo. Sin embargo, el malestar, la insatisfacción, la tristeza y el aburrimiento, no son síntomas de una enfermedad que se pueda tratar con medicinas, como cada vez más sucede en una sociedad que confunde la inquietud del corazón con el pánico o la ansiedad. Estos síntomas, por el contrario, son señales de cuál es la naturaleza de nuestro yo. Nuestro deseo es más grande que el universo entero. La percepción de un vacío en nosotros y en lo que nos rodea, de la que habla Leopardi (“carencia y vacío”), y el aburrimiento del que habla Heidegger, prueban la condición ineludible del corazón humano, el carácter inconmensurable de nuestro deseo: nada consigue darle satisfacción y paz. Podemos olvidarlo, traicionarlo, engañarlo, pero no podemos extirparlo.
Por ello, lo que realmente obstaculiza el camino no es nuestra humanidad concreta, sino el descuido de la misma. Todo nuestro ser pide a gritos algo que pueda colmar este vacío. Lo intuyó incluso Nietzsche, que no pudo evitar dirigirse al “dios desconocido”, que hace todas las cosas: «Me quedo solo, levanto mis manos / (…) “Al dios desconocido”: / (…) Conocerte quiero – a ti, el Ignoto, / Que penetras mi alma hasta el fondo, / Como tempestad sacudes mi vida, / Inaferrable y sin embargo ¡semejante a mí!» (1864).
La Navidad es el anuncio de que este Misterio desconocido se ha convertido en una presencia familiar, sin la cual nadie podría mantenerse a la altura de su humanidad, pues sucumbiría a la confusión, viendo como se “descompone” su yo. «Sólo lo divino – en efecto – puede “salvar” al hombre, es decir, las dimensiones verdaderas y esenciales de la figura humana y de su destino» (don Giussani).
El signo más persuasivo de que Cristo es Dios, su mayor milagro, lo que asombraba a todos – más que las dolencias sanadas o la ceguera curada – era una mirada humana incomparable. El signo de que Cristo no es una teoría ni un conjunto de reglas es esa mirada de la que están llenos los Evangelios: su forma de tratar la humanidad de cada persona, de relacionarse con todos los que se encontraba. Pensemos en Zaqueo o en María Magdalena: no les pidió que fueran distintos, los abrazó tal como eran, con su humanidad herida, sangrante, necesitada de todo. Y su vida, al verse abrazada, recobraba toda su estatura original.
¿Quién no desearía verse mirado así ahora? De hecho, «no podemos querernos a nosotros mismos si Cristo no es una presencia como la madre lo es para su hijo. Si Cristo no es una presencia ahora – ¡ahora! –, no puedo amarme, ni puedo amarte a ti, ahora» (don Giussani). Esta sería la única manera de responder, razonable y críticamente, como hombres de nuestro tiempo, a la pregunta de Dostoevski.
Pero, ¿cómo sabemos que Cristo vive ahora? Porque su mirada no es un hecho del pasado. Sigue en el mundo tal cual: desde el día de su resurrección, la Iglesia existe sólo para que el hombre pueda experimentar la ternura de Dios, a través de las personas que son su cuerpo misterioso, testigos en este momento de la historia de esa mirada capaz de abrazar todo lo humano.
Julián Carrón, responsable de Comunión y Liberación
publicado el 24 de diciembre en el diario El Mundo (España) y Corriere della Sera (Italia)

El Secreto de sus Ojos. Un comentario a la película de Campanella


La película El secreto de sus ojos fue un éxito. No es extraño. Buena técnica cinematográfica, equilibradas actuaciones, chistes porteños y la cuota necesaria de morbo y suspenso. Me gustaría hacer un comentario, así que no sigan los que no la hayan visto: los que sigan, supongo que ya la vieron.

Terminó la película y la última escena no logró sacarme el sabor amargo, melancólico de algunas preguntas de Espósito (¿cómo haces parar vivir sin ella, para llenar el vacío?). Incluyendo la escena final. La confesión mutua de amor de Irene y Espósito –con el beso final-, ¿es capaz de levantar el peso de las preguntas que Espósito va haciendo durante la película? Me parecen demasiado grandes para responderse con un beso.
Hay una cierta sintonía -a pesar de las diferencias- entre El Secreto de sus ojos y Luna de Avellaneda. Ya en Luna de Avellaneda, Campanella nos regalaba una película simpática, pero también amarga -¿porteña quizás?-. La escena que la abre tiñe toda la trama: el otrora club colorido, vivo y de fiesta es hoy algo pasado, marchito. Todo decae y el trasfondo de melancolía se endulza un poco al final. Quiero decir que no rescata la caída, es sólo una chispita, una acción aislada del protagonista, pero en la trama predomina la caída de las energías humanas, esa conciencia melancólica que encierra la frase “todo decae”.
¿Por qué lo traigo a colación? Porque encuentro que El secreto de sus ojos tiene también dentro esta caída melancólica, pero más intensa: ya no se trata de un club o de conseguir un trabajo, sino de una injusticia dolorosa: la violación y el asesinato de una joven, bella e inocente, recién casada. No es un club que se subasta, es una vida que muere sin razón, violentamente, arrancada de un golpe de las manos de su recién devenido esposo. Allí nos muestran su cuerpo desnudo, retorcido, golpeado y ultrajado, tirado sobre la cama del dormitorio como un trapo viejo. Benjamín Espósito ve el cuerpo y se pasma, investiga la situación de la chica e inmediatamente se siente identificado, impulsado a comprometerse con el caso y a encontrar al homicida.
¿Por qué? Parecen haber dos historias en El secreto de sus ojos: una, el homicidio de la joven y la búsqueda de una justicia para el esposo de ella. El problema es cómo cerrar la herida de su ausencia. Espósito y el viudo responden a este problema buscando al asesino para encerrarlo para siempre. Quizás así pueda el viudo olvidarse del amor de su vida. La otra historia es simétrica a esta, pero trata sobre la relación de amor entre Espósito e Irene. Espósito está perdidamente enamorado de ella, pero como son de diferentes clases sociales, ella parece inaccesible. Además él la conoce y al poco tiempo ella anuncia su compromiso y casamiento, cerrándole las posibilidades que tenía, (aunque no faltaban señales de simpatía por parte de Irene que despertaran alguna esperanza).
Por ello, el compromiso con el caso y la enorme empatía con el viudo: ambos perdieron su gran amor.
Las dos historias se cruzan cuando dialogan Espósito y el viudo: Espósito lo mira, se obsesiona con él y lo acorrala con preguntas porque intuye que la respuesta al problema del viudo será la respuesta a su problema (¿cómo haces parar vivir sin ella, para llenar el vacío de su ausencia?).
Espósito, figura del hombre que ama la justicia, yendo en contra del ambiente que lo rodea (en un momento el juez del juzgado donde trabaja define una acción suya como una “quijotada”), encuentra al asesino y con Irene logran la condena. Pero el asesino es liberado poco tiempo después para ser enrolado en las fuerzas paramilitares de la época. La impotencia es total. Sin embargo, el viudo no se quedará con las manos vacías y atrapará nuevamente al asesino, encerrándolo en una celda de su casa para siempre, como modo para olvidar la ausencia de su mujer. Por la liberación del asesino, Espósito tiene que irse a vivir al norte y separarse de Irene. De hecho, habían intentado asesinarlo y su compañero, Sandoval, estando ocasionalmente en el departamento de Espósito recuperándose de una borrachera, al ver entrar a los asesinos, se hizo pasar por Espósito y dio la vida por su amigo (borracho que bien podría entrar dentro de las bellas filas del Marmeladov de Crimen y Castigo o del Santo bebedor de Roth). Años más tarde, ya jubilado, divorciado, vuelve Espósito con la espina clavada por haber dejado pasar en su momento la oportunidad de casarse con Irene. Por miedo no le había dicho que la amaba y ahora ella está casada y con dos hijos. ¿El desenlace, entonces? Declara su amor e Irene acepta. Un beso y se baja el telón.
Encuentro ahí la respuesta estrecha, incapaz de sostenerse puesta en la balanza junto a las preguntas llenas de preocupación de Espósito. Esas preguntas que nos hacemos, que vemos el océano inmenso que representan y que acostumbramos resolver con algo más pequeño, parecido a una frazada corta en una noche de invierno con la que intentamos e insistimos, aunque al final el frío entra lo mismo, quitándonos el sueño.
Campanella dijo que lo que más le entusiasma de la película es que hay dos historias: una que pasa por el guión y otra por las miradas. Me gustaría a mí también pensar en dos historias: una la historia humana, empapada de un anhelo de amor, justicia y belleza, pero destinada a decaer, a estrellarse contra imposibles. Cómo escribe el poeta Pär Lagerkvist: “Un desconocido es mi amigo/uno a quien no conozco/ un desconocido lejano, lejano/ por él mi corazón está lleno de nostalgia/ porque él no está cerca de mí/ ¿Quizás porque no existe?/ ¿Quién eres tú que llenas mi corazón de tu ausencia/ que llenas toda la tierra de tu ausencia?
Otra, la sombra de la historia narrada en la película, la historia de otro tipo de imposible: la historia de la respuesta real a las preguntas reales de Benjamín Espósito, la espera de una respuesta adecuada, esperar que acontezca lo imposible, lo inmenso, lo que nunca nadie imagino, pero todos esperan.
Es verdad que sería trágico que nos contentáramos con menos ante estas preguntas inmensas, pero más trágico es no hacerlas, evitar el gusto amargo, la tristeza por un bien ausente, por algo que dentro de todo lo que hacemos, nos falta. Sólo agregaría una cosa: necesitamos comprender el significado de esas preguntas, porque estamos hechos para la respuesta a la que apuntan. Una respuesta real.

Patricio Perkins