El otro día cayeron en mis manos una vez más las Rimas de Bécquer. Varias veces las había comenzado, pero esta vez no pude frenarme y las leí hasta el final. Da gusto leer sus versos, son simples y claros. Además, se pueden guardar algunos en el bolsillo para sorprender a alguna chica desprevenida. Alguien podría aprovechar este como un piropo refinado:
Si al mecer las azules campanillas
de tu balcón,
Crees que suspirando pasa el viento
murmurador,
Sabe que oculto entre las verdes hojas
Suspiro yo. (XVI, 1-5)
de tu balcón,
Crees que suspirando pasa el viento
murmurador,
Sabe que oculto entre las verdes hojas
Suspiro yo. (XVI, 1-5)
Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, alias Gustavo Bécquer (1836-1870)
Pero no fueron estos posibles beneficios prácticos de su poesía lo que me atrapó en la lectura, sino una intuición profunda de Bécquer que fui descubriendo a medida que avanzaba por el libro.
El primer factor con el que me topé al leer las Rimas es la falta de certeza que envuelve la existencia humana. El libro, de hecho, se abre con una descripción de lo que es el hombre:
Saeta que voladora
cruza arrojada al azar,
y que no sabe dónde
temblando se clavará;
hoja que del árbol seca
arrebata el vendaval,
sin que nadie acierte el surco
donde al polvo volverá;
gigante ola que el viento
riza y empuja en el mar,
y rueda y pasa, y se ignora
qué playa buscando va;
luz que en cercos temblorosos
brilla próxima a expirar
y que no se sabe de ellos
cuál el último será;
eso soy yo que al acaso
cruzo el mundo sin pensar
de dónde vengo ni adónde
mis pasos me llevarán. (II)
“Ese soy yo que al acaso cruzo el mundo sin pensar”, este tópico se repite en otras poesías. Hay una en la que me detuve, porque el tema sufre un cambio peculiar: Bécquer introduce un nuevo y fascinante factor a la hora de definir qué es el hombre. Transcribo la poesía:
Cuando miro el azul horizonte
perderse a lo lejos,
al través de una gasa de polvo
dorado e inquieto;
me parece posible arrancarme
del mísero suelo
y flotar con la niebla dorada
en átomos leves
cual ella deshecho!
Cuando miro de noche en el fondo
oscuro del cielo
las estrellas temblar como ardientes
pupilas de fuego;
me parece posible a do brillan
subir en un vuelo,
y anegarme en su luz, y con ellas
en lumbre encendido
fundirme en un beso.
En el mar en la duda en que bogo
ni aún sé lo que creo;
sin embargo estas ansias me dicen
que yo llevo algo
divino aquí dentro. (VIII)
Esta vez hay algo diferente: no comienza por la duda, sino por la maravilla que le provoca contemplar la naturaleza. Maravilla que se vuelve un deseo de aferrar el cielo entero, en esa medida amplia e imposible con la que se presenta a nuestros ojos. Este deseo desmesurado, como el horizonte azul o como la noche oscura, se transforma casi inmediatamente en una certeza que atraviesa incluso “el mar de duda en que bogo”. Tan potente se revela el sentir, que presiente, intuye que está hecho por Otro, por algo divino, inconmensurable, infinito.
Este es el segundo factor que me interesa señalar: Bécquer reconoce, afirma y quiere poseer la medida inconmensurable que la naturaleza despierta en él, amplitud tan potente que vence incluso la duda e incertidumbre en la que vive.
Me topé en otra poesía suya de nuevo delante de esta vehemente intuición sobre el deseo humano, abierto a la necesidad de algo imposible, infinito, inmenso.
—Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión,
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
—No es a ti, no.
—Mi frente es pálida, mis trenzas de oro,
puedo brindarte dichas sin fin.
Yo de ternura guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
—No, no es a ti.
—Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz.
Soy incorpórea, soy intangible,
no puedo amarte.
—¡Oh ven, ven tú! (XI)
Ni el placer, ni la gloria están a la altura de lo que necesita, él necesita otra cosa: “un imposible, vano fantasma de niebla y luz”. Bécquer percibe en esta poesía el objeto del deseo –podríamos llamarlo, el Ideal- como aquello que ama, pero que no es capaz de hacer o producir, es algo que está fuera de la capacidad del hombre. Ahora, este reconocimiento está rodeado de una lejanía, de una extrañeza, de “una niebla”: “Soy incorpórea, soy intangible, no puedo amarte”.
¿Por qué el Ideal, el objeto de su deseo es lejano? Porque, para él, no se puede hacer experiencia de este objeto anhelado. Aquí está la lejanía más dura, porque con esto está afirmando que lo que necesita, lo que anhela es algo de lo que no puede ni podrá hacer experiencia. Sin embargo, no deja de reconocer la necesidad ineludible que determina su ser: “—¡Oh ven, ven tú!”.
Continué leyendo el libro y me encontré con otra bellísima poesía. En esta, Bécquer concibe todo su ser como relación con un tú, pero no cualquier tú –sería una equivocación pensar que le está hablando a una mujer-, sino uno con T mayúscula, un Tú. La profundidad de las imágenes hace claro que está hablando de un tú especial, está hablando del anhelo de los anhelos:
Cendal flotante de leve bruma,
rizada cinta de blanca espuma,
rumor sonoro
de arpa de oro,
beso del aura, onda de luz,
eso eres tú.
¡Tú, sombra aérea que cuantas veces
voy a tocarte te desvaneces
como la llama, como el sonido,
como la niebla, como un gemido
del lago azul!
En mar sin playas onda sonante,
en el vacío cometa errante,
largo lamento
del ronco viento,
ansia perpetua de algo mejor,
eso soy yo.
¡Yo, que a tus ojos en mi agonía
los ojos vuelvo de noche y día;
yo, que incansable corro y demente
tras una sombra, tras la hija ardiente
de una visión! (XV)
Este Tú es una belleza que huye, que está siempre más allá de sus intentos, “cuando voy a tocarte, te desvaneces”, y él es deseo de ella, “ansia perpetua de algo mejor”. Este Tú acapara toda la atención del poeta (“Yo, que a tus ojos…los ojos vuelo de noche y día”), ya no es cualquier mujer, se entrevé la presencia de algo más, “la hija ardiente de una visión”, es decir, el Ideal que nunca nos da tregua.
Pero esta vertiginosa intuición dura poco y pronto se vuelve amargura. Parece que el primer factor, la duda, retoma su protagonismo perdido:
Hoy como ayer, mañana como hoy,
¡y siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno
y andar... andar.
Moviéndose a compás como una estúpida
máquina el corazón:
la torpe inteligencia del cerebro
dormida en un rincón.
El alma, que ambiciona un paraíso,
buscándole sin fe;
fatiga sin objeto, ola que rueda
ignorando por qué.
Voz que incesante con el mismo tono
canta el mismo cantar,
gota de agua monótona que cae,
y cae sin cesar.
(…) (LVI)
Ya no es la falta de certeza sobre la existencia, sino la afirmación del fracaso del hombre: “El alma, que ambiciona un paraíso (…) fatiga sin objeto”. Si el deseo profundo del hombre no puede verse satisfecho, si sólo podemos ir de desengaño en desengaño, estúpido es el corazón que nos mantiene vivos. La constante insatisfacción se vuelve amargura y monotonía:
La Gloria y el Amor tras que corremos
sombras de un sueño son que perseguimos;
¡despertar es morir! (LXIX)
La amargura de Bécquer responde a un hecho fundamental: el amor y la gloria no bastan para satisfacer la sed infatigable del hombre. Se necesita otra cosa, se necesita a Otro.
Quizás muchos tópicos de estas poesías tengan que ver con las influencias y la situación histórica que él vivía. Muestran ciertamente una fractura en el interior del siglo XIX que heredamos también nosotros: la división entre lo que hago, pienso y siento y aquello que verdaderamente necesito. La división se traduce en una extrañeza delante del deseo de totalidad presente en el hombre, o más bien, en el caso de Bécquer, en una separación: el deseo existe, pero la respuesta no será nunca experimentable.
El recorrido que hace Bécquer puede ser el recorrido de cada uno de nosotros: ¿quién es capaz de reconocer y sostener esta afirmación: yo estoy hecho para la totalidad, para el Ideal? Cuando experimentamos esta amplitud del deseo que él documenta, ¿acaso no se cuela, un instante más tarde, el juicio amargo: "no es verdad este deseo, no es verdad que yo pertenezco a una medida inmensa"?
Esta medida inmensa que no da tregua es el testimonio que quiero señalar en Bécquer: estamos hechos para un imposible, o mejor aún, somos tensión hacia ese atractivo inconmensurable, porque hay algo divino dentro de nosotros. Censurar, tapar, ocultar esta experiencia (subrayo experiencia, porque estamos hablando de un hecho experimentable, como lo muestra la poesía VIII) es nuestra inmoralidad. Reconocerla, afirmarla y querer poseerla es la pequeña semilla desde donde puede crecer nuestra libertad, porque la libertad es la capacidad que nosotros tenemos para tender hacia este gran Atractivo, “la hija ardiente de una visión”.
Patricio Perkins
1 comentario:
¡Grande Patricio!
Bécquer me gusta mucho.
He recitado a mis hermanos fragmentos de sus rimas.
Sobre todo, aquella del ideal inasible, en que interpelan a él tres mujeres o dos, y el último es el Ideal, al cual él llama:
¡Oh, ven! ¡Ven, tú!
Borges, como sabemos, versifica en algunas poesías sus intuiciones metafísicas. Esa tensión de la que hablás. Comparto algunas:
Dios es el inasible centro de la sortija.
En "La moneda de hierro".
Agradeciendo ya:
Por las palabras que en un crepúsculo se dijeron de una cruz a otra cruz.
En "Otro poema de los dones".
Siento un poco de vértigo.
No estoy acostumbrado a la eternidad.
En "The cloisters".
Y podemos encontrar un ilustre antecedente en la filosofía griega, más precisamente en Zenón de Elea, si no me equivoco, que da cuenta de cómo el hombre es una saeta que surca un arco en el cielo, tal como poetiza Bécquer.
El hombre, sin duda, puede ser una flecha.
Ya nos dice Borges en "Una versión para el I King":
El camino es fatal como la flecha.
Pero en las grietas está Dios, que acecha.
Un abrazo.
Lucas E.
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