POETRIA MINOR

O "Los Poetas Menores" de El Capaneo:
un hermano menor, pero ruidoso e inquieto,
que quiere salir a jugar...


Abrimos esta sección de poetas jóvenes y desconocidos (algunos, aun para sí mismos), que decidió retoñar de las entrañas del gigante CAPANEO, alimentándose de su POETRIA MAIOR.

Poetria, para que puedan darse cita los ejercicios de creación y traducción poética de los amigos.

"Minor", como un gesto de reverencia conmovida que hacemos hacia los grandes poetas (porque reconocemos la grandeza), pero no menor en dignidad, porque surge del mismo palpitar humano del corazón.

Un seminarium, un "semillero": una escuela de poetas y traductores...
Para cuidar a los hermanos menores.


Revista Universitaria El Capaneo




Albert Camus: la clase del maestro Bernard

de Le premier homme, Gallimard, 1994 (pág. 161 y ss.)

Capítulo 6bis. La escuela

“Con el M. Bernard, esta clase era constantemente interesante por la simple razón que él amaba apasionadamente su oficio. Fuera, el sol podía gritar sobre los muros leonados mientras que el calor crepitaba dentro de la misma sala, aun estando hundida en la sombra de persianas con gruesas líneas amarillas y blancas. Bien podía caer la lluvia como lo hace en Argelia, en cataratas interminables, haciendo de la calle una canaleta sombría y húmeda, pero la clase se distraía apenas. Sólo los mosquitos en los tiempos de tormenta volvían a veces la atención de los niños. (…) Pero el método de M. Bernard, que consistía en no ceder nada a la conducta y volver, por el contrario, viva y divertida su enseñanza, triunfaba aun sobre los mosquitos.
(…)
Sólo la escuela les daba a Jacques y Pierre estas alegrías. Y sin duda aquello que ellos amaban tan apasionadamente en ella era aquello que no encontraban en ellos, donde la pobreza y la ignorancia volvía la vida más dura, más apagada, como cerrada sobre sí misma; la miseria es una fortaleza sin puente levadizo.
(…)
No, la escuela no les proveía solamente una evasión a la vida de familia. En la clase de M. Bernard al menos, ella alimentaba en ellos un hambre más esencial aún para el niño que para el hombre y que es el hambre del descubrimiento. En las otras clases, aprendíamos sin duda muchas cosas, pero un poco como se ceban los gansos. Se les presenta un alimento ya hecho, rogándoles que lo traguen. En la clase de M. Germain, por la primera vez ellos sentían que existían y que eran el objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo. Y, más aún, su maestro no se abocaba sólo a enseñarles aquello que se le pagaba para que les enseñara, él los acogía con simplicidad dentro de su vida personal, la vivía con ellos, les contaba de su infancia y de la historia de los niños que él había conocido, les exponía sus puntos de vista, no sus ideas (…).
(…)
Al fin de cada trimestre, antes de mandarlos de vuelta a las vacaciones, y de tiempo en tiempo, cuando el empleo del tiempo se lo permitía, él había tomado el hábito de leerles largos extractos de Las cruces de madera de Dorgelès. (…) Jacques escuchaba solamente con todo su corazón una historia que su maestro leía con todo su corazón y que le hablaba de nuevo de la nieve y de su querido invierno, pero también de hombres singulares (…). Él y Pierre atendían cada lectura con una impaciencia cada vez mayor.
(…)
Y el día, al final del año, donde, llegados al fin del libro, M. Bernard leyó con una voz más sorda la muerte de D., mientras que cerraba el libro en silencio, confrontado con su emoción y sus recuerdos, para levantar luego los ojos sobre su clase inmersa en el estupor y el silencio, vio a Jacques en la primer fila que lo miraba fijamente, el rostro cubierto de lágrimas, acompañadas de sollozos interminables, que parecían no deber detenerse jamás. “Vamos, pequeño, vamos pequeño”, dice M. Bernard con una voz apenas perceptible y se levantó para ir a acomodar su libro en el armario, de espaldas a la clase.
(…)
“Espera, pequeño”, dice M. Bernard. (…) “Toma, dice él, es para ti.” Jacques recibió un libro cubierto de papel marrón de almacén y sin inscripciones sobre la tapa. Aun antes de abrirlo, él sabía que era Las cruces de madera, el mismo ejemplar sobre el cual M. Bernard hacía la lectura en clase. “No, no, dice él, es…” Él quería decir: es demasiado bello. No encontraba las palabras. M. Bernard sacudió su vieja cabeza. “Tú lloraste el último día, ¿te recuerdas? Desde ese día, este libro te pertenece.” Y él se volvió para esconder sus ojos de súbito enrojecidos.

(…)
El niño lo miraba, sin una lágrima (y toda su vida fue la bondad y el amor quienes le hicieron llorar, jamás el mal o la persecución que reforzaron su corazón y su decisión contraria) y ganó de nuevo su banco.

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